La mañana de este miércoles 25 de noviembre, la repentina muerte de Maradona, el eterno número 10 de la Selección Argentina de Fútbol, me arrugó el corazón. Y sin querer también se me humedecieron los ojos y, de inmediato, desfilaron por mi mente un carrusel de imágenes de la época de oro de aquel magistral conductor albiceleste, durante un partido del Mundial México 86 que se entrelazaban con recuerdos de mi adolescencia, allá en mi recordado barrio Plaza Arenas, en las afueras de Latacunga.
Siguen frescas las imágenes de aquel número 10. Imparable, imbatible, imponente, casi un semidiós del fútbol, que se cubría de gloria en el Estado Azteca, en México. Era la tarde del domingo 22 de junio de 1986 y se disputaba un partido de cuartos de final, entre Argentina e Inglaterra. Los conocedores de la historia también hablaban (en tono figurado, claro está) que de una reedición de la Guerra de Las Malvinas. En ese encuentro, ya hace un poco más de 34 años atrás, surgió el mito de la “Mano de Dios”, porque el Pelusa Maradona hizo un gol que, para muchos fue con la mano, pero que sirvió para que Argentina avance hacia la semifinal y posteriormente se corone campeón del Mundo.
En la casa, mi papá Alberto -un hombre bondadoso, de carácter firme y criado a la antigua- no nos permitía ver el fútbol, porque su prioridad era que hagamos las tareas del colegio. Pero, esa tarde de sol veraniego no nos faltó un pretexto para visitar a la tía Gloria Tapia y, de paso, quedarnos viendo aquel partido memorable. Y así fue, para visitar a la tía materna solo cruzamos un estrecho camino de arena, flanqueado con pencos de cabuya y árboles de capulí. Y llegamos (hablo en plural porque en todo esto también participaban mis hermanos Juan y Luis) hasta su casa.
Ella, una mujer alta, con mirada expresiva y una amplia sonrisa, nos acogió con cariño, en un sitio privilegiado de su hogar para poder ser espectadores aquel encuentro deportivo que se transformó en histórico. El televisor, en blanco y negro, estaba colocado en el sitio más alto de la casa -construida con bloque y techo de teja- para que todos podamos ver el partido.
La adrenalina de cada jugada se fundía con la voz de quien narraba la contienda. Era Víctor Hugo Morales, un gigante en ese tipo de relatos, quien con su estilo nos teletransportaba hasta las gradas del estadio mexicano. “La pelota está con Valdano, Burruchaga, Maradona, genial el pase para Valdano, otra vez para Maradona, cabeceó, mano, no, gol, gooool…”. Así quedó grabado aquel memorable encuentro. Después de los 90 minutos de juego, nos despedíamos y de inmediato volvíamos a casa, sin hacer mayores comentarios.
Con la muerte de Maradona, también volvieron a mi mente -como si hubiesen ocurrido ayer- imágenes de aquella época de adolescente, en la que la mayor preocupación era presentar las tareas escolares bien hechas, tener planchado el uniforme celeste y blanco del Colegio Hermano Miguel, llevar bien lustrados los zapatos color negro y hacer uno que otro mandado de mi madre Carmelina.
La partida de Maradona, siempre polémico por sus actuaciones dentro y fuera de las canchas, también se lleva parte de aquella adolescencia, de estudiante de colegio. De aquellos momentos de un hijo de una numerosa familia en la que el patio de la casa era la cancha de fútbol y, de vez en cuando, también era un cuadrilátero de box. Todo ha cambiado, principalmente los roles en nuestras vidas.
Para Crónica y Noticias: Olger Calvopiña Tapia